{Reseña} Philip Ball: La invención del color (Turner)

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La invención del color («Bright Earth: The Invention of Colour», 2001) fue traducido y publicado por primera vez por Turner en 2004. Cuando un ensayo vuelve con idéntico interés casi veinte años después de haber sido escrito es que nos encontramos ante uno de esos raros libros que han superado la prueba del tiempo y que no han quedado sepultados por el casi infinito número de libros que se publican cada año. En efecto, La invención del color es un ejemplo perfecto de libro de alta divulgación que aúna con naturalidad la historia del arte (pintura) y de la ciencia (química) con igual rigurosidad e interés. (La propia editorial ha clasificado temáticamente este libro bajo el epígrafe de Arte/Ciencia.)

Cuando contemplamos un cuadro en un museo muy pocos nos hemos preguntado por las condiciones prácticas en que fue pintado, imbuidos como estamos en una concepción del arte como algo eminentemente abstracto y casi independiente de los materiales empleados por el artista. Pues bien, la tesis de Philip Ball en este libro, que queda continuamente confirmada por los datos, es que la disponibilidad de los pigmentos en cada momento determinó cómo se pintaba, qué técnicas se usaban y qué colores se empleaban; definitiva, la existencia de determinados colores (pigmentos y lacas), su facilidad de fabricación o importación, y, desde luego, su precio, han determinado la historia de la pintura, sus estilos y estéticas. Pero si este libro fuera una simple historia de los colores sólo tendría interés para los interesados en la historia de la química aplicada, pero como indiqué al principio, es mucho más que eso: nos muestra las relaciones no siempre amistosas y colaborativas entre grandes pintores de todas las épocas y los suministradores de colores, sus preferencias, y cómo algunas corrientes pictóricas hubieran sido imposibles sin contar con una paleta de colores novedosos y asequibles.

Hasta el advenimiento de los pigmentos sintéticos “modernos” en el siglo XIX, muchos de los colores empleados por los artistas eran minerales finamente macerados: compuestos extraídos de la tierra que contenían algún metal. Generalmente, la naturaleza de los átomos de dicho metal determina el color del compuesto; y esto ocurre también en muchos de los nuevos colores sintéticos, entre los que destacan los compuestos de cromo, cobalto y cadmio. Los minerales de colores intensos suelen contener los llamados metales de transición, que ocupan el centro de la tabla periódica, el retrato de grupo de los elementos químicos.

Los académicos de la antigüedad y la Edad Media se entregaron a un juego vano al pretender asignar un color particular a cada uno de los “elementos” aristotélicos. Ahora sabemos que el color de un elemento depende de su contexto. Sin embargo, algunos elementos presentan motivos cromáticos recurrentes. Si se pide a un químico que asigne colores a los metales de transición más comunes, él o ella descubrirán enseguida en qué consiste el juego. El rojo es para el hierro, que resplandece en la sangre y en la herrumbre y en los ocres rojos empleados por los pintores desde la Edad de Piedra. El cobre reclama ese matiz turquesa al que debe su nombre, y del que hay un eco en la pátina verdosa que adorna los viejos objetos de cobre. El azul intenso y profundo representa al cobalto, y el níquel adopta un verde marino; mientras que el cromo provoca cierta vacilación, es el camaleón de los elementos: de ahí su nombre.

Estas equivalencias no son rígidas; el cobre, por ejemplo, puede formar sales de un rojo orín, y el hierro ofrecer verdes, amarillos, y hasta el lustre oscuro del azul de Prusia. Pero, no obstante, estos metales tienen un comportamiento cromático que no es de ningún modo arbitrario. ¿Por qué ocurre esto?

En compuestos inorgánicos como los minerales y las sales cristalinas, los átomos de los metales son iones, que a causa de su déficit de electrones poseen carga eléctrica positiva. Esto se compensa con las cargas negativas de los iones de aquellos elementos no metálicos que los rodean: oxígeno, cloro, azufre, por nombrar algunos. Estos iones se organizan en el cristal con la misma regularidad que las manzanas y naranjas en el escaparate del frutero, pero con algo más de inventiva. La atracción eléctrica de las cargas opuestas mantiene unida toda la estructura, como un fuerte pegamento. Los cristales iónicos son sustancias muy resistentes, e hicieron sudar en sus talleres a los pintores que las maceraban.

Es imposible citar, siquiera brevemente, todas las interesantes informaciones y sugerencias de este magnífico y plenamente recomendable libro. Tras una breve introducción sobre algunas de las teorías que intentaron explicar el fenómeno del color (Aristóteles, Newton, Goethe, Maxwell) el autor entra de lleno en la la historia de los pigmentos usados desde la más remota antigüedad. Ya en la prehistoria se empleaban los ocres (minerales de óxidos de hierro) y los extractos de plantas y frutos. Las civilizaciones del Próximo Oriente usaban una tecnología sistemática en la obtención de pigmentos, muchas veces relacionada con la fabricación de vidrio y cerámica. En Egipto se inventó la frita azul o azul egipcio (silicato de cobre y calcio), seguramente el primer pigmento sintético. Se usaban con profusión minerales naturales pulverizados: minerales de cobre malaquita (verde) y azurita (azul), los sulfuros de arsénico oropimente (amarillo) y rejalgar (naranja), ocres, negro de hollín y cal blanca (estos pigmentos se han usada hasta hace bien poco). Los griegos y romanos fueron poco experimentadores y sus teorías sobre el color bastante erradas, limitándose a adoptar los conocimientos anteriores. Según Plinio los mejores pintores griegos usaban solamente cuatro colores: negro, blanco, rojo y amarillo (la lengua griega no era exacta para diferenciar colores; el azul podía ser una variedad del negro, por ejemplo). En la Edad Media la gama de colores disponibles era limitada pero exuberante: bermellón (sulfuro de mercurio, obtenido del mineral cinabrio), blanco de plomo (carbonato básico de plomo), carmín (obtenido de los insectos cochinillas), púrpura de Tiro (extraído de las conchas de un tipo de caracoles), estos últimos extraordinariamente caros debido a su escasez. El oro en láminas era profusamente utilizado en la iluminación de manuscritos y en pintura religiosa. Tanto por razones filosóficas como prácticas (las mezclas perdían brillo e intensidad) los pigmentos puros no se solían mezclar, lo que limitaba mucho la variedad final de la pintura. (El hecho de no mezclar los colores ha sido una constante durante buena parte de la historia de la pintura, también porque podrían interaccionar entre ellos.)

Con el transcurso de los años aparecieron algunos nuevos pigmentos y lacas (colorantes orgánicos fijados a una carga mineral), pero la tremenda confusión en su nomenclatura y las dificultades de distribución impidieron su uso generalizado. En el Renacimiento hubo poca novedad en pigmentos; sí, y muy importante, en la técnica de aplicación ya que se consagró el uso de la pintura al óleo (uso de aceites secantes para aglutinar los pigmentos) que fue desplazando la pintura al temple. Algunos pigmentos que daban colores intensos y brillantes cuando se aplicaban en frescos o al temple perdían calidad en su preparado con aceites, de modo que los artistas debían extremar las precauciones en el uso de colores y aglutinantes nuevos. El rey de los colores seguía siendo el púrpura, hasta el punto que en muchos contratos entre los artistas y sus mecenas se acordaba la cantidad exacta y la calidad del púrpura empleado, debido a que algunos pintores intentaban abaratar su factura de materias primas usando pigmentos de inferior categoría.

Con el nacimiento de la ciencia química como tal en el siglo XVIII y el descubrimiento de numerosos elementos la síntesis de nuevos pigmentos (no todos adecuados para su uso en pintura artística) fue exponencial. Azules cobalto, verdes de cromo, naranjas puros, azules de Prusia y blanco de titanio fueron llegando a los estudios de los artistas de ese siglo y el siguiente. Supusieron un hito a mediados del siglo XIX la síntesis de los nuevos tintes de anilina (malva, fucsia, magenta, etc.), así como la producción totalmente sintética de los profusamente empleados alizarina (rojo) y de índigo o añil (azul) que se obtenían de las plantas Rubia tinctorum y Indigofera tinctoria, respectivamente. Modernamente, han sido los pigmentos orgánicos sintéticos (no son colorantes sino productos sólidos que se muelen para usar en polvo) el mayor avance de las últimas décadas en la química del color. Naturalmente, todos estos desarrollos científicos Philip Ball los va poniendo en relación íntima con los pintores que los vivieron personalmente. Aquí aparecen comentados Leonardo, Miguel Ángel, Rafael, Tiziano, Durero, Tintoretto, Turner, Delacroix, los impresionistas franceses, puntillistas, fauvistas, Gauguin, Klee, Kandinski, Picasso, Rothko y Pollock, entre muchos otros. También numerosas láminas a color con pinturas de estos artistas son comentadas lo largo del libro.

Citar, por último, el capítulo dedicado a la degradación natural de los colores debido a la acción de la luz y el aire. Ningún trabajo de restauración puede devolver los colores al aspecto que tenían cuando fueron usados, hecho que nunca debemos olvidar al admirar un cuadro antiguo; tenemos que saber que muchos colores se han oscurecido y han perdido brillo y tono (por ejemplo, los verdes usados para representar las hojas de los árboles es muy posible que ahora luzcan negruzcos o pardos), y deberíamos imaginar esas grandes pinturas mucho más espléndidas, coloridas y contrastadas que como se encuentran en la actualidad.

Puntuación: 4 (de 5)
Ediciones Turner (2020)
Colección: Noema
Traducción: José Adrián Vitier
464 págs.

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La química y el poder artístico del color se han aliado siempre en una simbiótica relación que ha determinado sus respectivas evoluciones. Desde la austera paleta de los griegos y la costosa pasión por el púrpura de los romanos hasta la gloriosa profusión del arte renacentista y la sobriedad cromática de Velázquez y Rembrandt; desde las tempranas incursiones de los pintores románticos en el laboratorio al binomio —en unas ocasiones fallido y en otras espectacular— entre arte y ciencia en el siglo XX.

La historia de la pintura ha estado influida por la disponibilidad o no de determinados pigmentos y los descubrimientos científicos han tardado poco en llegar a la paleta del artista. Llena de anécdotas y apuntes etimológicos, La invención del color es una historia luminosa de la magia (y la ciencia) escondida en el lienzo del pintor. (Sinopsis de la editorial)

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Philip Ball (1962) Es químico y doctor en Física por la University of Bristol y miembro del departamento de Química del University College de Londres. Ejerció de editor en la revista Nature y colabora con New Scientist y otras publicaciones científicas. Tiene una prolífica trayectoria como autor divulgativo. En Turner ha publicado, entre otros, libros como Contra naturaCuriosidadCuántica y El peligroso encanto de lo invisible.

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