{Reseña} James Hilton: Horizontes perdidos (Trotalibros)

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Comento con entusiasmo la vuelta a las librerías de Horizontes perdidos de James Hilton, una novela maravillosa que se encontraba inexplicablemente descatalogada desde hacía décadas en España. Ha sido la editorial andorrana Trotalibros y su inquieto editor Jan Arimany quienes han rescatado esta joya de la mejor literatura británica de entreguerras. Me temo que esta reseña será poco objetiva ya que Horizontes perdidos siempre ha sido uno de mis libros favoritos desde que lo leí hace años en una amarillenta edición de quiosco de Orbis.

Horizontes perdidos, que los más cinéfilos recordarán en su deliciosa versión fílmica de 1937 dirigida por Frank Capra, con Ronald Colman y Jane Wyatt como protagonistas, es la decimotercera novela del escritor nacido con el siglo en el condado inglés de Lancashire. Junto con Adiós, señor Chips (también rescatada por Trotalibros) es la obra que le deparó más fama y reconocimiento, beneficiada, sin duda, por el éxito de la película homónima. Lost horizon (Macmillan & Co., Londres) vio la luz en 1933, en esa década dorada de la novela y el cine de aventuras, cuando el optimismo ingenuo y a veces frívolo no vislumbraba aún los horrores que pronto llegarían con la Segunda Guerra Mundial y la posterior Guerra Fría.

Parece ser que James Hilton pudo inspirarse para la ambientación de esta novela en varios artículos del botánico y explorador austro-estadounidense Joseph Rock publicados en National Geographic —alguno con el sugestivo título de Seeking the Mountains of Mystery: An Expedition on the China-Tibet Frontier to the Unexplored Amnyi Machen range, One of Whole Peaks Rivals Everest (1930)—. Como curiosidad, decir que Lost horizon inauguró en 1939 el catálogo de la visionaria editorial de libros de bolsillo baratos Pocket Books en la reedición de esta novela en Estados Unidos.

Los puros ya eran poco más que colillas y empezábamos a sentirnos decepcionados, como suele pasarle a los viejos amigos de colegio cuando, al reencontrarse de adultos, descubren que tienen menos en común de lo que creían. Rutherford escribía novelas; Wyland, secretario en la embajada, acababa de ofrecernos una cena en Tempelhof, y de no muy buena gana, me pareció, aunque sí con la ecuanimidad que un diplomática debe mantener en ocasiones como esta. Daba la impresión de que estábamos reunidos allí sólo porque éramos tres ingleses solteros en una capital extranjera, pero ya había llegado ya a la conclusión de que la actitud algo pedante que Wyland Tertius exhibía en el pasado no había mejorado con los años ni con su pertenencia a la Real Orden Victoriana. Me caía mejor Rutherford; el crío flacucho y precoz a quien yo intimidaba o menospreciaba, según la ocasión, había madurado bien. La probabilidad de que estuviera ganando mucho más dinero que nosotros y de que su vida fuera más interesante que la nuestra nos proporcionaba a Wyland y a mí la única emoción compartida: cierta envidia.

Sin embargo, la velada no resultó aburrida ni mucho menos. Teníamos una buena vista de los grandes aparatos de la Lufthansa a su llegada al aeródromo desde todos los puntos de Europa central, y hacia el anochecer, cuando se encendieron las balizas, la escena adquirió un esplendor suntuoso y dramático. Uno de los aviones era inglés, y su piloto, con el atuendo completo de vuelo, pasó ante nuestra mesa y saludó a Wyland, que al principio no lo reconoció; cuando por fin lo hizo, tras las debidas presentaciones, invitó al desconocido a unirse a nosotros. Se llamaba Sanders y era un joven agradable y simpático. […]

La presentación de la historia es tan perfecta como convencional: durante la comida de un grupo de conocidos ingleses que esperan en el aeropuerto berlinés de Tempelhof sale a relucir la rebelión de Baskul (Afganistán) y la desaparición del cónsul Conway y su grupo. Rutherford, uno de los comensales, tiene más información sobre ese extraño asunto que va relatando a su amigo y cuyo resumen es el siguiente: en 1931, durante una revuelta contra el gobierno inglés en Afganistán, el cónsul Hugh Conway, su ayudante, el capitán Charles Mallinson, el hombre de negocios norteamericano Henry D. Barnard y la misionera Roberta Brinklow son evacuados de la zona conflictiva en un avión al mando de un piloto desconocido. Tras un vuelo azaroso, aterrizan en la falda de la gran montaña Karakal y son recibidos por un chino de un monasterio lamaísta, llamado Chang, que les ofrece hospitalidad y al que siguen hasta el valle y el monasterio de Shangri-La, una especie de oasis climático enclavado dentro de las durísimas tierras del Tíbet.

Los invitados quedan sorprendidos de que el monasterio presente todos los inventos y avances occidentales, y allí cada uno va ocupando el tiempo en lo que más le interesa a la espera de ser rescatados. Tras un mes en el monasterio el Gran Lama recibe en audiencia a Conway y éste —aquí comienza lo más fabuloso— intuye al fin los secretos de Shangri-La: que el Gran Lama no es otro que el monje capuchino padre Perrault, llegado al Tíbet desde Roma en el siglo XVII y que ha podido sobrevivir gracias al clima especial y al consumo de una planta que sólo nace en esa zona; y segundo, que hasta ese momento ningún extranjero ha podido abandonar el valle con vida. Conway, que no puede comunicar estas noticias increíbles a sus compañeros, inicia los estudios para convertirse en lama. Finalmente, Perrault, que se encuentra en trance de morir, le muestra el deseo de que lo sustituya como Gran Lama, pero Conway decide huir con Mallinson y la joven china Le-Tsen, consiguiendo llegar todos a la India al borde de la muerte (Le-Tsen envejece súbitamente al salir del valle y muere). Esta extraordinaria aventura llega a oídos de Rutherford, que coincide con Conway en Extremo Oriente y cuya versión escrita es la que leemos. El final, como toda buena historia fantástica —y ésta lo es—, presenta la indeterminación de si lo que se ha contado durante narración es la descripción objetiva y verídica de los hechos o, por el contrario, es fruto de la imaginación o la visión distorsionada de la realidad del narrador.

En Horizontes perdidos hace su aparición uno de los pocos lugares utópicos nacidos en un siglo caracterizado más bien por la creación de las distopías más horribles. Shangri-La, que ha quedado en la memoria colectiva como el lugar perdido en el Tíbet de la eterna juventud, ha pasado de la ficción a la realidad, puesto que son varios los lugares y ciudades que han tomado su nombre y que reclaman su origen. Shangri-La ha inspirado desde entonces hasta nuestros días gran cantidad de obras literarias y artísticas (con desigual fortuna, pienso).

Horizontes perdidos lo tiene todo: aventura, misterio, romance, espiritualidad, fantasía, exotismo. Es una novela bien escrita, sin alardes innecesarios, que reconcilia con el placer de la lectura, con el poder de lo que yo llamo «aventura trascendente», aquella que al situar a los personajes en situaciones límite plantean de forma directa y atractiva los grandes desafíos  a los que se enfrenta el ser humano. Como señalé al comienzo, Horizontes perdidos es una novela que siempre me resultó fascinante y que no me canso de recomendar.

Trotalibros Editorial (2023)
Colección: Piteas·19
Traducción: Patricia Antón | Ilustraciones: Jordi Vila
266 págs.

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Del autor de «Adiós, señor Chips». Un levantamiento en Baskul obliga a un grupo de tres residentes británicos y uno estadounidense a huir de la India, pero su avión es secuestrado por el piloto, que se desvía del rumbo previsto y aterriza en una zona ignota de los confines del Tíbet. Los pasajeros, desconcertados, son conducidos al valle de Shangri-La, un maravilloso remanso de paz y belleza. ¿Son prisioneros o invitados? ¿Qué esconde este misterioso lugar que no aparece en ningún mapa? ¿Por qué han ido a parar ahí? Publicado en 1933 y llevado al cine por Frank Capra, «Horizontes perdidos» es un clásico imprescindible de las historias de aventuras y el origen de uno de los lugares más fascinantes de la literatura. (Sinopsis de la editorial)

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James Hilton nació en 1900 en Leigh, Lancashire, Inglaterra. Al ser hijo de John Hilton, el director de la Chapel End School en Walthamstow, desde pequeño estuvo muy conectado con el mundo docente. Escribió su primera novela, Catherine Herself (1920), mientras estudiaba en Cambridge, pero fue gracias a las obras que publicó mientras trabajaba como periodista en Manchester Guardian y Daily Telegraph por las que conoció un fulminante éxito internacional, especialmente con Horizontes perdidos (1933) y Adiós, señor Chips (1934), esta última inspirada en la figura de su padre y en W. H. Balgarnie, uno de sus profesores. De ambas novelas se hicieron múltiples adaptaciones cinematográficas en Hollywood. En 1935 se fue a vivir a Estados Unidos para trabajar de guionista y ganó un Óscar con la película La señora Miniver. Hilton murió en 1954 en su casa de Long Beach, California.

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