{Reseña} Ramiro de Maeztu: Defensa de la Hispanidad (Almuzara)

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He leído atónico este clásico de Ramiro de Maeztu publicado por Almuzara. Y digo atónito porque podría haberse escrito ayer mismo, tal es su actualidad, su profundidad y lo estimulante de sus planteamientos. Fue el obispo vizcaíno Zacarías de Vizcarra quien en 1926 introdujo el término Hispanidad para designar las esencias compartidas por las personas y las naciones que habían formado parte del Imperio Español. Ramiro de Maeztu, a través de la revista Acción Española, fue el encargado de propagar estas ideas en numerosos artículos, desde La Hispanidad (diciembre 1931), primero de los que allí fue publicando a lo largo de 1932 y 1933, recopilados luego en Defensa de la Hispanidad (1934).

Si en Hacia otra España (1899) Maeztu se sumaba al conjunto de escritores que reflexionaron sobre la crisis del 98 en los mismos términos que sus compañeros (Baroja, Azorín, Unamuno), con los años fue evolucionando hacia un tradicionalismo de estirpe claramente católico y español; el descubrimiento de la obra de Menéndez Pelayo, Donoso Cortes, Francisco de Vitoria y Solórzano Pereira, entre otros, le hizo mirar a los siglos XVI y XVII como ejemplos de una sociedad ordenada y en la predominaban los valores espirituales. Con los años acabó repudiando las premisas histórico-políticas del regeneracionismo y sentiría lo expresado por Bartolomé Soler unos años después: «No la amo [a la Generación del 98] porque fue llorona y quejicosa, porque se sentó humillada con nuestras derrotas, porque se embriagó mostrando los bordes de las heridas de España, porque entendió su amor español agitando al aire las vergüenzas de España».

La tesis de Menéndez Pelayo, que Maeztu toma y hace el eje vertebrador de su pensamiento y del ensayo Defensa de la Hispanidad, es que donde no se conserva la herencia del pasado no puede surgir un pensamiento original y duradero. Expone la tradición como el camino que hay que seguir para encontrar las claves para el futuro y defiende la monarquía hispánica, a la que atribuye la cualidad fundamental de ser católica (universal), misionera, mestiza e igualitarista.

Durante dos siglos los escritores españoles han vivido en su patria como desterrados, leyendo todo el tiempo libros extranjeros. Y no es que busquen, como escribía «Fígaro» en La polémica literaria: «un buen original francés de donde poder robar aquellas ideas que buenamente no suelen ocurrírseme», pero sí que los de más talento estaban persuadidos de que sus compatriotas no podían decirles nada de interés. Con ello nos cerrábamos al entendimiento de lo nuestro, con lo que cegábamos de paso nuestras propias fuentes creadoras, pero es que hemos estado secularmente persuadidos no tan sólo de que «no fue por estas tierras el bíblico jardín», sino de que nunca fuimos una potencia civilizadora de primera categoría.

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Es evidente que todos nuestros males se reducen a uno sólo: la pérdida de nuestra idea nacional. Nuestro ideal se cifraba en la fe y en su difusión por el haz de la tierra. Al quebranto de la fe siguió la indiferencia. No hemos nacido para ser kantianos. Ningún pueblo inteligente puede serlo. Si la chispa de nuestra alma no se identifica con la Cruz, mucho menos con ese vago Imperativo Categórico que sólo nos obligaría a desear la felicidad del mayor número, aunque el mayor número se compusiera de cínicos e hijos del placer. A falta de ideal colectivo, nos contentamos con vivir como podemos. Y así se nos encoge la existencia, al punto de que han dejado de influir nuestros pueblos en la marcha del mundo. ¿Qué podemos esperar de gentes que contemplan impávidas la quema de conventos, como si no les fuera nada en ella? Lo mismo que de las aristocracias que se gastan sus rentas en el extranjero o de los intelectuales que viven de prestado, sin preguntarse nunca si tienen algo propio que decir. Esta España no es excusable, aunque sí explicable. Su flojera es hija de la falta de ideal, o cuando menos, de su relajamiento.

Para Maeztu, la clave de muchos de los males de España son la extranjerización de las élites a partir de mediados del siglo XVIII, la importación de ideas e instituciones que nacieron ajenas a la idiosincrasia de los españoles y que por tanto no podían fructificar (y no fructificaron) y el contumaz desprecio de lo propio que sólo podía generar actitudes autodestructivas sin valor creador alguno.

Defensa de la Hispanidad fue elogiada por personajes tan variados como Azorín, Josep Pla, Ortega y Gasset, Gabriela Mistral, Antonio Machado, Eugenio D’Ors o Pérez de Ayala. Se esté o no de acuerdo con las premisas y las conclusiones de este libro, lo importante es que nos lleva a reflexionar profundamente sobre lo que entendemos por la herencia histórica de una comunidad, algo mucho más complejo y rico que una mera amalgama de intereses individuales.

En definitiva, Defensa de la Hispanidad es un ensayo de lectura inexcusable para cualquier persona interesada en el devenir histórico y el alma de España y de Hispanoamérica. Absolutamente recomendable.

Puntuación: 5 (de 5)
Editorial Almuzara (2017)
Colección: Pensamiento político
240 págs.

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Flag_of_the_race.svgMaeztu, ensayista e intelectual de gran prestigio en los inicios del siglo XX, defiende el papel determinante que tuvo España en la Historia Universal y la necesidad de recuperar ese orgullo. En el año 1931 crea una revista junto a Eugenio Vegas Latapie y al Marqués de Quintanar a la que quiso llamar Hispanidad, en los días previos a la proclamación de la República del 14 de abril. Aunque esa revista se acabó llamando Acción Española, inició su andadura con el artículo La Hispanidad (15 diciembre 1931) al que le seguirían los que allí fue publicando a lo largo de 1932 y 1933, recopilados luego en este libro que ejerció una gran influencia en la consolidación de una alternativa política de un carácter marcadamente hispánico. (Sinopsis de la Editorial)

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Ramiro de Maeztu y Whitney (Vitoria, 1875 – Aravaca, 1936), escritor español perteneciente a la Generación del noventa y ocho. De padre español y madre inglesa, pasó parte de su juventud en París y en La Habana dedicado a oficios diversos, hasta que se inicia en el periodismo. Autodidacta y de ideas combativas, se trasladó a Madrid en 1897, un hecho decisivo en su vida literaria, ya que es cuando comienza una colaboración importante con distintos periódicos y revistas, como Germinal, El País, Vida Nueva, La España Moderna, El Socialista, entre otros, todos con una orientación socialista reformista. De 1905 a 1919 residió en Londres, donde trabajó como corresponsal para La Correspondencia de España, Nuevo Mundo y Heraldo de Madrid. Viajó por Francia y Alemania y estuvo como corresponsal de guerra en Italia (1914–1915). Desde los días previos a la proclamación de la República colaboró en el movimiento y la revista Acción Española. Algunos de sus artículos fueron recogidos en libros, aunque no todos: Hacia otra España (1899),​ La crisis del humanismo (1920), Defensa de la Hispanidad (1934) y Defensa del Espíritu (póstuma). Entre sus ensayos de carácter literario, cabe mencionar Don Quijote, don Juan y la Celestina (1926) y La brevedad de la vida en la poesía lírica española (1935).

Al inicio de la Guerra Civil Española, fue detenido y encerrado en la madrileña cárcel de Ventas el 30 de julio de 1936. Murió fusilado en algún momento entre el 29 de octubre y el 1 de noviembre de 1936.

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